Amanita Muscaria

En las profundidades del Bosque de los Murmullos, donde la luz del sol apenas se filtra entre las copas de los árboles, nació Amanita. No era una seta cualquiera, de esas que crecen y se marchitan con la estación. Amanita era especial. Había despertado a la conciencia gracias al rocío de una estrella fugaz que, al caer, se disolvió en la tierra donde ella brotaba.

Su sombrero rojo, salpicado de lunares blancos, no era solo una protección contra la lluvia, sino un escudo de sabiduría que albergaba los recuerdos de mil inviernos. Su rostro, surcado por arrugas que parecían sonreír, reflejaba la paz de haber contemplado el lento paso del tiempo. Sus ojos, pequeños y vivaces, observaban el mundo con una curiosidad inagotable.

Amanita era la sabia del bosque. Los gnomos, hadas y pequeños animales acudían a ella en busca de consejo. Le preguntaban sobre el mejor lugar para encontrar bayas de invierno, sobre el secreto para hacer crecer las flores más bellas, o cómo reconciliar a dos ardillas que se peleaban por la misma nuez.

Su hogar, una maceta de barro decorada con musgo y bayas rojas, era su refugio y su observatorio. Desde allí, con un pequeño piñón a su lado como fiel compañero, Amanita meditaba sobre los misterios de la vida. A veces, la brisa de la tarde le traía historias de mundos lejanos, y ella, con una sonrisa serena, las guardaba en su corazón.